En el Perú recibimos este mes del orgullo LGBTIQ+ a puertas del bicentenario de existencia republicana. Doscientos años que, si miramos los libros “oficiales” de historia del Perú, pareciera que no hemos sido parte de este país. A la fecha, las personas sexualmente diversas seguimos siendo invisibilizadas, excluidas y violentadas frente a la indiferencia social y política. Lamentablemente, en el Perú las personas LGBTIQ+ aún somos ciudadanas de segunda; o incluso de tercera, cuarta, o quinta clase dependiendo de qué tanto transgredimos el sistema hetero-cis y, en mayor medida, de nuestras intersecciones con la raza/etnia, clase y origen. Por ello es que el orgullo LGBTIQ+, además de visibilizar nuestras existencias, es un acto de resistencia y un llamado para que nuestras demandas sean -por fin- escuchadas por la sociedad y el Estado.
Este año, sin embargo, muchas personas LGBTIQ+ recibimos el mes del orgullo con una sensación ácida, con cierta desazón porque -a pesar de nuestros esfuerzos colectivos- nuestras demandas no son atendidas por nuestros gobernantes. Mientras que sólo en el mes de junio el parlamento argentino aprobó una ley de acceso al trabajo para personas trans y en Chile (imprevisiblemente) el presidente impulsó la ley de matrimonio igualitario, en el Perú la clase política no presenta signos de tenernos a las personas LGBTIQ+ en su agenda emocional y, menos aún, en su agenda política.
Si bien las elecciones presidenciales y parlamentarias generaron una esperanza de situarnos en escenarios político-institucionales más alentadores para el bicentenario, esta ilusión se esfumó rápidamente tras la primera vuelta electoral. Desafortunadamente hemos podido observar de parte los dos candidatos de segunda vuelta discursos cargados de prejuicio y odio que explícitamente niegan nuestras vivencias y desconocen nuestras demandas. La crisis sanitaria y política que atraviesa nuestro país ha generado, además, que sea más difícil posicionar nuestras luchas en el -ya recargado y conflictivo- debate público. Ahora, con mayor ímpetu, nos suelen decir que no hay tiempo para estas cosas. Que no es el momento. Que nuestros derechos pueden esperar.
Frente a este escenario, este mes alzamos nuestras voces una vez más para demandar los cambios legislativos y las políticas públicas que resultan de extrema urgencia para empezar a atender la vulneración sistemática de nuestros derechos y la opresión histórica de nuestras vivencias. Necesitamos un Estado que deje de ser indiferente con nosotras. Especialmente respecto de las personas trans, quienes viven en un círculo de exclusión, violencia y pobreza que en Latinoamérica se traduce en una esperanza de vida de 35 años. Por ello, si bien el orgullo suele asociarse con la lucha por el matrimonio igualitario, es necesario reafirmar que como colectivo tenemos prioridades más urgentes: adoptar una ley de identidad de género, construir escuelas seguras, garantizar infancias libres, acceso a un trabajo digno, así como vidas libres de discriminación y violencia.
Por ejemplo, la aprobación del proyecto de ley de identidad de género -o, incluso, su debate en el pleno- hubiese sido un importante acto simbólico en este mes del orgullo. Este proyecto de ley, tras recibir un dictamen favorable de la Comisión de la Mujer y Familia, espera a que la Comisión de Constitución se pronuncie para poder pasar al debate en el pleno. Lamentablemente, a pocas semanas para que finalice el período parlamentario, las probabilidades de que el proyecto avance son mínimas.
A pesar de este panorama político y social sumamente desalentador, no bajamos la guardia ni perdemos la energía en la lucha por nuestros derechos. La adversidad es la realidad cotidiana que vivimos las personas LGBTIQ+. Por ello, en los próximos cinco años a las personas nos queda hacer lo que mejor sabemos: resistir. En el bicentenario, las personas LGBTIQ+ decimos: ya basta. Doscientos años de indiferencia han sido suficientes. Es hora de empezar a construir un nuevo proyecto de país, esta vez, con y para todas nosotras.